BARILOCHE

Estas imágenes son de mi viaje catártico a Bariloche, Argentina, del 2023.

No siempre se viaja para conocer. A veces se viaja para no romperse.

Me fui a Bariloche cuando más lo necesitaba, aunque en ese momento no lo sabía con claridad. Me estaba hundiendo en una crisis depresiva que me robaba las ganas, el tiempo y la calma. Estaba cansada de todo, incluso de mí misma.

Me quedé en lo de unos familiares, y estuve alrededor de un mes. Un mes entero de silencio, de aire limpio, de árboles que parecían escuchar sin interrumpir. No fue un viaje turístico ni lleno de actividades. Fue un viaje catártico. De esos que no sacás tantas fotos, pero que te cambian por dentro.

Bariloche me dio el espacio que no encontraba en ningún lado. Me permitió bajar el volumen, sentirme sin apuro, respirar hondo. No hubo milagros, pero sí hubo tiempo. Y eso, para alguien que está en crisis, a veces es lo más sanador.

Dormí mucho. Caminé cuando pude. Me dejé abrazar por el frío, por el lago, por el silencio. Me fui con la idea de escapar, pero terminé encontrándome.

No sé si puedo explicar del todo qué me pasó allá, pero sí sé que volví distinta. Más suave, más presente, más viva. Agradecida.

Ese viaje me recordó que a veces solo necesitamos un lugar donde ser sin tener que hacer. Y para mí, en ese momento, ese lugar fue Bariloche.

No sabía que cocinar para otros podía hacerme sentir tan bien. Pero ahí estaba yo, en la cocina de mis tíos, revolviendo algo que ni siquiera sabía si iba a salir rico, con la música bajita de fondo y un poco de olor a madera en el aire. Nunca había cocinado para ellos. Nunca había cocinado para nadie, en realidad. Y sin embargo, en ese momento, lo hacía sin miedo.

Bariloche me recibió en un momento medio raro. No fui buscando aventuras, fui buscando silencio. Espacio. Calma. Y lo encontré, sí, pero también encontré cosas inesperadas.

Visité el museo del chocolate como quien se rinde a lo inevitable. Salí cargada de bombones y excusas. Me dolía la panza de tanto dulce, pero no me arrepentí. Después, el museo municipal me agarró por sorpresa con su tranquilidad —me recordó que los lugares pequeños también cuentan historias.

Y mientras el tiempo pasaba lento, empecé a caminar sin mapa. A perderme a propósito. A cruzarme con barrios donde no había carteles de “souvenirs” ni turistas con mochilas. Lugares donde la gente vivía de verdad. Donde la montaña no era una postal, sino parte del fondo cotidiano.

Me metí en cafeterías distintas cada vez. Me sentaba sola, pedía algo calentito y escuchaba conversaciones ajenas sin querer queriendo. A veces quería reírme. A veces quería unirme. Pero me quedaba ahí, en silencio, disfrutando de ser testigo de otras vidas por un rato.

Estar sola allá no fue lo mismo que estar sola en casa. Allá me sentí acompañada por todo lo que no hablaba: los árboles, el viento, el murmullo de la ciudad chica. Me volví más observadora. Más presente. Más mía.

Y aunque no tenga grandes anécdotas de montaña ni fotos épicas, me traje algo más valioso: una especie de reencuentro. Algo chiquito y real que me hizo volver más entera.

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